martes, 18 de diciembre de 2007

TESTIMONIO PERSONAL 2

Los deseos evolucionan con las personas. Cada uno de nosotros lleva consigo durante su vida un set de deseos, algunos de ellos banales y pasajeros, y otros más profundos, parecidos a nuestros sueños personales, aquellos que queremos conseguir aunque parezcan inalcanzables. Inalcanzable, por ejemplo, fue uno de mis deseos más antiguos: convertirme en astronauta. De chibolo, leía todos los artículos que aparecían en El Comercio sobre ciencia y el espacio. Tomás Unger escribía desde entonces la sección científica, y todavía creo que sobreviven en algunos de mis cajones de la Irresistible (mi jato actual, luego de sólo dos mudanzas en mi vida), los recortes amarillentos de la vida en otros planetas y los viajes por el espacio. Ese fue uno de los deseos que murieron con el paso del tiempo. No sabía cómo mierda hacer para convertirme en astronauta, y me parecía tan imposible, tan inalcanzable, que nunca lo tomé del todo en serio. Otro tipo de deseos, más carnales, los dedicaba por entonces a la diosa del barrio, una chica que vivía en una quinta al frente de mi casa en la calle Piura de Miraflores. Ella me fascinó desde que tengo memoria, desde la época que salía con mi bicicross a dar vueltas a la manzana. Pero me llevaba unos cinco años de edad, y tenía demasiada conciencia de su atractivo para mi naturaleza tímida. Todavía me recuerdo observándola a través de las persianas del cuarto de mi mamá mientras veía todos los partidos de España 82, y me parecía tan imposible, tan inalcanzable, que nunca me atreví a decirle siquiera una palabra. A los quince años ya me consideraba con suficiente experiencia de vida, mi bicicross había sido robada hacía años por los fumones del barrio, y recién entonces la conocí. Demasiado tarde. Aún lucía como una diosa, pero el deseo por ella ya agonizaba. Mi pata el Marciano me había acompañado muchas veces a montar bicicleta, pero creo que él tenía una de jardinero. Tal vez por eso no lo tomé mucho en serio cuando me propuso formar Kaos General. Éramos unos huevones que no sabían nada de música, y menos aún tocar un instrumento. Para entonces ya habíamos escuchado Primera Dosis (Narcosis) y la maqueta de los cuatro grupos (Leuzemia, Guerrilla Urbana, Zcuela Crrada y Autopsia). Es más, habíamos estado en el concierto del Parque Salazar de Miraflores, y mi corazón ya había quedado marcado indeleblemente por el punk y el hardcore. Pero, ¿hacer nuestro propio grupo y tocar como ellos? Era demasiado. Tan imposible, tan inalcanzable, que no le dije nada. Ya no recuerdo cómo el Marciano me convenció para ensayar finalmente en el local de Fílderes en Ingeniería, pero creo que ésa fue la vez que descubrí que los deseos también tienen una dimensión mágica. Pocos meses después de batallar entre guitarras eléctricas y tambores, siguiendo sin claudicar el camino que habíamos tomado, Matute (Guerrilla Urbana) nos propuso tocar en concierto. El debut fue la cagada, aun cuando sólo tocamos cuatro canciones y tuvimos que repetir una por falta de repertorio. Ese fue el primer deseo sincero de corazón que se cumplía en mi vida. Y eso era mágico. Luego han transcurrido muchos años hasta el presente. Mis deseos eran cada vez más osados y ambiciosos, pero la magia de la vida parecía no tener límite. Abandonar la chamba de redactor en El Comercio (nunca conocí a Tomás Unger) supuso la apuesta por un nuevo deseo. Me encontraba hastiado, fastidiado y asustado porque mis neuronas morían día tras día en ese ambiente. Me volví más bruto, lo reconozco. Salir de allí era una cuestión de supervivencia, no tenía ningún ofrecimiento de chamba, pero sí una jato que mantener (dos gatos incluidos) y sólo el deseo de “enseñar e investigar”, así de ambiguo como sonaba. Creí completamente en ese sueño, creí en la magia de la vida, creí en la apuesta sin miedos a pesar que la plata sólo alcanzaba para tres meses, creí en el Señor de los Milagros. Es decir, creí. Siete meses después de aquella decisión me sorprendía a mí mismo enseñando e investigando por el mismo salario que ganaba en El Comercio. Hoy, mis deseos los descubro cada vez más utópicos, místicos y soñadores. Pasan por un rango amplio, desde mandar todo a la mierda y no hacer nada más que escribir, viajar libremente por el mundo, estudiar filosofía e historia de la ciencia, vivir con alegría, hasta salvar el mundo. Tan imposibles y tan inalcanzables como siempre. Sólo que ahora tengo la seguridad de hacerlos realidad.

(Publicado en el fanzine Escozor, 2001).

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